domingo, 24 de septiembre de 2017

Leyes, sentimientos y patrias


Tuve un profesor universitario que impartía, de forma magistral, una interesante asignatura de la carrera: Pensamiento político español. Un día, nos dijo algo que se me quedó grabado: “las naciones las crean los estados”.

Es muy difícil racionalizar en qué punto se puede crear una entidad política en base a conceptos solo identitarios. ¿Qué es una nación? Pues lo que un grupo de personas diga que es una nación, ayudadas, eso sí,  por unas instituciones que realicen liturgias propias para la cohesión patriótica, que controlen un sistema de enseñanza donde se hable de un pasado común y en la que todo el mundo se comunique con una misma lengua, con su ejército, su día nacional, sus himnos y su largo etcétera. Si estás viendo “Gran hermano” o tomándote algo con tus colegas, seguramente no estás pensando en que te sientes muy español o de donde sea. Pero cuando vas al extranjero y en las noticias hablan de tu país o se hace un desfile y dicen que te tienes que sentir orgulloso, entonces es posible que sí te sientas un patriota. Otra cosa será cuando tengas que pagar impuestos, pero eso sería otro debate. 

La razón de estado, por lo tanto, tiene dos vertientes: interior y exterior. La parte interior se sustenta en el intento de imponer un criterio unificado dentro de las fronteras de un estado, que es donde se ejerce la soberanía. Por el contrario, exteriormente hablamos de un intento de incrementar la influencia más allá de las fronteras. Esto último puede centrarse en misiones diplomáticas o, como tantas veces en la historia, invadir al vecino para apropiarse de sus recursos en nombre del interés nacional o la supremacía cultural-racial-nacional (como fue el colonialismo). 

Pero claro, el concepto de estado-nación, relativamente moderno si analizamos la historia de la humanidad, puede verse muy afectado por el proceso de globalización. Un español de ahora, con vaqueros, iPad, coche alemán, videoconsola japonesa y estudiante de inglés no es el mismo ciudadano que existía en  la época en la que mis abuelos eran mozos, una  etapa rural en la que no había ni televisión. Parece que cuanto más cerca estamos unos ciudadanos de otros en esta aldea global, más surgen la fricción, los odios y las rencillas. Todavía no hemos llegado al nivel de la segunda Guerra mundial y es cierto que en Europa estamos viviendo un amplio periodo de paz desde ese conflicto, pero nunca se sabe si los fantasmas del pasado volverán a incomodarnos en el presente.

España es un país complejo, rico, diverso y con una cultura fascinante. Por aquí han pasado fenicios, cartagineses, romanos, griegos, árabes… dejando un patrimonio histórico y cultural fantástico, plagado evidentemente también de guerras de conquistas y sangre. Además,  dentro de nuestras fronteras se hablan distintas lenguas, la mayoría derivadas del latín excepto el euskera, prerrománica, lo cual es una riqueza a considerar. Esta riqueza nos puede permitir construir juntos un país cimentado en unas instituciones fuertes que nos dejen en buen lugar dentro de la Unión Europea. Un país de las dimensiones de España, con su población, puede tener una gran fuerza para  edificar un estado del bienestar importante y ejercer influencia considerable. No olvidemos que nuestra lengua oficial, el castellano, se habla en muchos países y, en vez de intentar reescribir la historia y putear a Cristóbal Colón, debemos estar pendientes en crear buenos lazos con millones de personas que, sin ser españoles, hablan nuestro idioma. No se trata de llorar de orgullo cuando hablamos de los Reyes Católicos, por favor, ni tampoco querer extirpar una parte de nuestra historia porque, dentro de los parámetros contemporáneos, es políticamente incorrecta. Se trata de, conociendo la historia, ser críticos, sí, pero conscientes de lo que podemos hacer en el futuro.

Sin embargo, algo pasa con nuestros sentimientos. Llevamos muchas décadas peleándonos los unos con los otros. Caín era español. Guerras civiles, dictaduras, banderas por un lado y banderas por otro. Si consideramos que un catalán no es español, o algunos de los catalanes dicen que ellos no son españoles, entonces habrá que explicar primero qué es ser español o catalán. Aquí puede haber un debate en el que los árboles no dejen ver el bosque. Legalmente, somos todos españoles, pero sentimentalmente uno puede sentir lo que le dé la gana, independientemente de su país de origen. Este aspecto, muy propio de la libertad individual, es muy lesivo para aquellas aspiraciones uniformadoras que movimientos nacionalistas de todo tipo intentan implementar. Si piensas así eres un antipatriota traidor. La razón de estado necesita uniformidad, ¿os acordáis? ¿Cabe debate político aquí? Pues debería haberlo, en tanto en cuanto no caigamos en una pelea de cabras montesas a ver quién se da la hostia más fuerte. 

Desde mi punto de vista, la cuestión catalana plantea muchos problemas, y graves. Primero, que cualquier región de España pueda saltarse leyes estatales, nada más y nada menos que la Constitución, sienta muy mal precedente y el estado puede verse en peligro. Ningún estado permitirá partirse sin antes pelear. Por mucho que en Escocia o Quebec se vote, esto no quiere decir que todos tengan que hacer lo mismo. No obstante, como os decía, si millones de personas residentes en un país deciden que quieren ser otro, solo la represión no sirve, habrá que darle una canalización de alguna forma. Si queremos uniformar, encontraremos problemas; gestionar la diversidad, reformando la Constitución y abriendo un debate profundo sobre qué tipo de Estado queremos es básico. Pero soy pesimista. En nombre de la libertad y de la nación se han cometido grandes crímenes en la historia. Ojalá nos entendamos más.

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